https://www.youtube.com/user/CreatividadLiteraria
A todos nos resulta sorprendente ver cómo Esquilo, Sófocles, Eurípides y el resto de los dramaturgos griegos fueron plagiados sin remordimiento por los romanos Terencio y Plauto, y mucho más tarde por Molière. Ese sistema de trabajo (inspirarse en autores previos) no es algo que pertenezca sólo a la antigüedad clásica, porque los remakes de películas, las parodias y las versiones de canciones siguen siendo una de las principales fuentes de inspiración lícita y merecedora de aplausos. E incluso, yendo un poco más allá, la pretensión de no plagiar, de ser radicalmente original, no es sino una declaración de soberbia y de ignorancia. El plagio creativo, entendido como reescritura de una misma historia desde otra óptica y con otras intenciones, constituye una de las herramientas más valiosas y poderosas de la creación artística. El plagio creativo es lo que hizo Picasso con Velázquez, Joyce con Homero, Ray Charles con los Beatles, Martín Gaite con Perrault, Zorrilla con Tirso de Molina, y los guionistas de Pretty woman con La cenicienta.
Si todos los hombres pensaran igual, no haría falta escribir dos veces la misma historia. Pero desde el momento en que una misma realidad pueda ser interpretada de distintas maneras, y todas (o algunas de ellas, al menos) sean válidas, oportunas, o aporten alguna luz a esa realidad, una misma historia se volverá a escribir cuantas veces sea necesario para verla desde todos los ángulos posibles. El cambio del punto de vista o el tono no es una mera cuestión de técnica narrativa, sino de interpretación subjetiva de la historia. Todas las historias son subjetivas. La verdad absoluta no existe.
Al transformar una fábula, recreándola según nuestra propia versión, nos podemos permitir cambiar el final, introducir nuevos personajes, ambientarla en otra época, modificar las intenciones de unos u otros, utilizar otro punto de vista, y hasta meternos nosotros mismos en su interior como un personaje más. Hay un capítulo magnífico en el libro de Gianni Rodari, La gramática de la fantasía, que trata justamente de las "fábulas plagiadas", y muestra paso a paso el proceso de transformación de fábulas (el salto de lo concreto a lo abstracto, para luego regresar de nuevo a lo concreto con la historia transformada). Desde aquí recomiendo su lectura.
Otra cosa muy distinta es el plagio sin más, la falsificación de firmas y la apropiación de una obra. O sea: el robo. Si alguien copia literalmente lo que otro ha escrito, y lo firma con su nombre, no está reconstruyendo literariamente esa historia, sino que la está robando. El plagio a secas, que consiste en transcribir lo que otro ha escrito, sin acotarlo con las comillas preceptivas ni citar la fuente de donde ha sido tomado, tal y como han hecho Ana Rosa Quintana, Luis Racionero o Lucía Echevarría, no tiene nada que ver con la creación literaria, sino con un delito tipificado en el Código Penal, similar al de sustraer una cartera o desvalijar un estanco. Y que no venga la señora Quintana dicendo que lo suyo fue un despiste informático, el señor Racionero con que no le gusta la estética del entrecomillado, o la señorita Echevarría con que ella intertextualiza, porque eso es como tirarse pedos para después apretar el culo.
Publicado en el periódico "Metro", La columna, en diciembre de 2001
http://www.enriquepaez.com/articulos/plagio.htm
El compromiso del escritor
El primer compromiso de un escritor tiene que ver directamente con la independencia, honestidad, sinceridad y calidad de su escritura. Es una primera e ineludible postura ética. Sin ese objetivo, todos los demás están de sobra. Pero el escritor también es una persona que vive en este mundo, y tiene algunas responsabilidades sobre las que debería reflexionar: su voz es una voz pública, que en mayor o menos medida influye en su entorno. Si tiene libertad para escribir, es un privilegiado cultural y social. No todos tienen la instrucción, la sensibilidad y la audiencia necesaria como para hacer valer sus derechos. Son un ejército innumerable de los sin voz. ¿Quién habla por ellos? Ningún autor está obligado a defender a las mujeres afganas, a los desaparecidos, a los presos, a los inmigrantes sin papeles, a los derrotados o a los secuestrados. Pero si ninguno lo hace, porque a ninguno le parezca necesario hacerlo, con la omisión permanente se estará colaborando en la construcción de una sociedad definitivamente injusta y deshumanizada. Si hay un tiempo para la risa, y hay un tiempo para las lágrimas, también hay un tiempo para la solidaridad.
No se le puede pedir a nadie que escriba una historia sobre la degradación del medio ambiente, los niños abandonados o el conflicto palestino si esa preocupación no está firmemente asentada en su interior. La impostura ética de un autor que escribe sin auténtica convicción, para "quedar bien" ante los lectores, es una forma extrema de hipocresía. Pero si la escritura supone un ahondamiento sincero en la esencia del hombre, será cuando menos extraño que a un escritor no le preocupe nada que no tenga que ver directamente consigo mismo. En todo caso habría que informar a más de un autor de que existe vida más allá de su ombligo, y de que existen dudas razonables acerca de que el centro del universo esté en el salón de su casa.
El no plantearse el dilema no nos exime de nuestras responsabilidades, desde luego. No ser conscientes, y hasta no querer ser conscientes de los problemas de nuestro entorno no justifica el delito de insolidaridad por omisión. El mundo, la historia, es frecuentemente injusto, pero hay momentos y lugares donde esa injusticia clama. El escritor conformista puede vender su silencio al gobierno, y callar vergonzosamente por miedo, por comodidad o por ceguera, pero un escritor es una voz pública, y con su garganta y su pluma debe a veces dar voz a los que les ha sido negada, arrebatada o censurada (la educación, la economía y la policía son tres elementos de control).
Un escritor o escritora es una persona que vive en el mundo, y que se ve sometido a las mismas estrategias de manipulación que se ejercen sobre todos los demás. La manipulación invisible, la que se da en el exterior de la consciencia, es la más peligrosa y duradera. Y el escritor (al igual que los profesores y los padres), sin saberlo, puede actuar como correa de trasmisión de estas manipulaciones ideológicas. El sexismo, racismo e intolerancia son más potentes y dañinos cuando se hacen invisibles y actúan desde lo más íntimo del subconsciente. Una de las tareas del escritor es ver más allá, desentrañar lo oculto y denunciarlo en voz alta y clara. Quizás tenga que ser un aguafiestas, como dice Wislawa Szymborska: "Tal vez sea tu tarea desvelar las farsas, desnudar las generalizaciones dogmáticas, criticar los abusos establecidos...; contribuir -en la medida de tus posibilidades- a cambiar aquello que debería cambiar."
El compromiso del escritor, por fin, no debe entenderse como una necesaria postura política, sino ética. Un compromiso consigo mismo, con los lectores y con el mundo. Una vocación que tiene que ver con la profundización en la esencia de hombre en todas sus vertientes: la soledad, la violencia, la injusticia, la solidaridad, la denuncia y la identidad misma del ser humano.
Publicado en el periódico "Metro", La columna, el jueves 10 de enero de 2002
http://www.enriquepaez.com/articulos/compromiso.htm
Una aproximación personal
Me gusta disfrazarme. A todos los escritores nos gusta. Lo que pasa es que no siempre es Carnaval, y no siempre estamos invitados a una fiesta de disfraces, así que nos escondemos en los libros detrás de los nombres de todos los personajes. Yo puedo ser Juanjo en Un secuestro de película, Flipper en Devuélveme el anillo, pelo cepillo o Pablo en El Club del Camaleón; pero también me convierto en el pirata Patapalo, en la abuela Metralleta, en la sobrina de una bruja, en la bruja Gertrudis y hasta en el búho de Renata y el mago Pintón. En realidad, cuando escribo, me convierto en todos los personajes, me meto dentro de su piel, respiro a través de sus narices y pienso con sus sesos.
Alguna vez alguien me preguntó que qué era escribir, y recuerdo que dije: "Escribir es mentir despacio", y me quedé tan ancho. Lo cierto es que si mentir es inventar, urdir, novelar, tramar, fabular o crear una ficción que no es cierta, pero que tal vez pudiera serlo, en ese caso los escritores somos unos mentirosos patológicos. Y además "vivimos del cuento". Mentimos despacio, porque escribir es algo que se hace lentamente (hay que imaginar la historia con mucho detenimiento, verla con los ojos de la imaginación tan vivamente como si fuera real), y luego hay que escribirla y corregirla varias (muchas) veces, hasta que sea igual a la que teníamos en nuestra cabeza.
Nací en Madrid, el 17 de marzo de 1955, a las diez de la mañana (nunca me ha gustado madrugar). Recuerdo que cuando aún vivía en casa de mis padres aquello era como un campo de batalla. Éramos diez hermanos (ocho chicos y dos chicas) y mis padres tuvieron que poner cristales blindados en las ventanas para que aguantaran los balonazos de mis hermanos mayores (sobre todo los de Nacho, que era un bestia). No teníamos televisión, mis padres no quisieron comprarla hasta que todos estuviéramos viviendo fuera de casa, así que en vez de ver la tele nos dedicábamos a construir con papel de periódico flotas de barcos que navegaban por el pasillo, o circuitos de trenes que cruzaban por todas las habitaciones. Mi padre se encerraba en un su cuarto con tapones de cera en los oídos y nosotros ocupábamos el resto de la casa.
Mucho antes de que me gustara escribir me gustó leer. Lo leía, y lo leo, todo. Hasta los anuncios de fontaneros y pizzas a domicilio. Cerca de casa había un pequeño quiosco en el que vendían pipas, caramelos y regaliz. También cambiaban libros y tebeos. Cada semana, los jueves por la tarde, salía corriendo del colegio y cambiaba mi último tebeo del Capitán Trueno, que ya me había leído diez o doce veces, por el otro recién aparecido. Yo tenía ocho años. La señora del quiosco me cobraba 50 céntimos (dos reales, en una moneda plateada y agujereada muy parecida a las de 25 pesetas de ahora). El metro costaba una peseta.
Después empecé a leer libros de aventuras de Julio Verne, Emilio Salgari y Alejandro Dumas. Y cuando me hice socio de la primera biblioteca, a los doce años, cambiaba también los jueves el libro que me acababa de leer por otro diferente. Aún recuerdo casi todas las historias escritas por Enid Blyton, pero las de Los siete secretos y El Club de los cinco fueron mis favoritas.
Cuando terminé la carrera de Literatura Hispánica en la universidad me puse a trabajar. De camarero, librero, periodista, fotógrafo, contable, informático, maestro y hasta astrólogo. Al mismo tiempo escribía. ¿Por qué cambié tanto de trabajo? Pues porque todos los trabajos terminaban por aburrirme. Todos menos uno: escribir. Y por eso lo sigo haciendo, porque es como mejor me lo paso. ¿A ti no te ocurre que cuando lees un libro que te gusta te identificas con el personaje y vives sus aventuras a su lado como si fueras tú el verdadero protagonista? Pues eso, pero multiplicado por mil, es lo que nos pasa a los escritores cuando estamos escribiendo un libro: que lo vivimos de verdad-verdad.
De todos mis libros, creo que Abdel es el más necesario. Es el único que he escrito en primera persona, y es con el que más me identifico. Me avergüenza que los españoles tratemos a los inmigrantes como lo hacemos, cuando siempre hemos sido un país de emigrantes. También me parece que sobran, siempre sobraron, todos los ejércitos. Soy anarquista (no me importa decirlo), y nunca he llevado una bomba bajo el sombrero.
Desde que gané el Premio Lazarillo de creación literaria, me dedico únicamente a escribir y a dar clases en el Taller de Escritura de Madrid. Cada semana mis alumnos tienen que inventarse una historia (de misterio, de amor, de ciencia-ficción, de terror...), y luego las leemos en voz alta y las corregimos entre todos. A escribir se aprende escribiendo; y a vivir, a pensar y a ser libres, leyendo.
© Enrique Páez, Madrid, 1997
http://www.enriquepaez.com/curriculum/personal.htm